Tomado del “Denver Post”
Aquel
día, volando lejos del sol, y en formación de rombo como si fuera uno, los
“Minute Men” (nombre del escuadrón), casi a la velocidad del sonido, volaron el
picada hacia un campo verde pequeño que se destacaba en la plana campiña de
diferentes colores de Ohio, E.U.A. Eran apenas unos minutos después de las
nueve de la mañana del 7 de junio de 1958, y el destino del cuerpo de precisión
de aviones de propulsión a chorro de la Fuerza Nacional Aérea era la famosa
base Wright – Patterson, en las afueras de la ciudad de Dayton, Ohio.
Desde
la tierra, miles de rostros miraban hacia arriba, mientras el coronel Walt
Williams, el líder del grupo de aviones de propulsión a chorro Sabre, con base
en Denver, maniobraba un recobro a alta velocidad. Para los pilotos de la
Unidad “Minute Men”, el Coronel Williams, el Capitán Bob Cherry, el Teniente
Bob Odle, el Capitán John Ferrier, y el Mayor Win Coomer, la maniobra era
rutina, porque habían presentado ese mismo espectáculo cientos de veces ante
millones de personas.
Los
espectadores a lo largo del pasto verde y fresco veían el chorro producido por
los aviones, antes que se oyera el ruido estridente de sus motores. Juzgando su
maniobra de recobro, el Coronel Williams apretó el botón de su micrófono, que
se encontraba en la parte superior de su garganta: “Lancen el humo ¡Ahora!” Los
aviones formados en rombo se elevaron hacia el cielo color turquesa, con una cola
de humo blanco siguiéndolos. La multitud quedó boquiabierta cuando de pronto
los cuatro aviones se separaron, girando hacia los cuatro puntos cardinales, y
dejando una hermosa flor de lis inscrita en el cielo. Esta era la famosa
maniobra de este grupo llamada “el brote de una flor”. Por un minuto, la
multitud se relajó, mirando a la calma belleza de esa enorme flor blanca que
había brotado del hermoso prado de Ohio para llenar el enorme firmamento.
Desde
el final del tallo de la flor, el Coronel Williams giró su Sabre en forma
recia, cortó la cola de humo, y bajó la nariz de su avión F86 para tomar
velocidad para la maniobra de cruce a baja altitud. Entonces, mirando sobre su
hombro, se paralizó de terror. Lejos en el cielo, hacia el este, el avión de John
Ferrier estaba girando. El piloto estaba en serias dificultades. Y su avión se
dirigía hacia la pequeña ciudad de Fairborn, que quedaba al borde de la pista
de aterrizaje de la base aérea Patterson. En un segundo, la hermosa mañana se
había convertido en un horror. Todo el mundo lo vio y entendió; uno de los
aviones estaba fuera de control.
Maniobrando
su avión en la dirección del avión en problemas y volando detrás de él,
Williams le ordenó urgentemente por la radio: “¡Salta John! ¡Sal de allí!” Ferrier
todavía tenía tiempo y lugar suficiente para saltar del avión y salvarse. Dos
veces más Williams le dio la orden: “¡Salta, Johnny! ¡Sal del avión!”
Cada
vez, la respuesta que recibía Williams era una señal de humo. Él
entendió inmediatamente. John Ferrier no podía alcanzar el botón del micrófono
porque tenía ambas manos en la palanca del mando que se había atascado y tiraba
el avión hacia la derecha. Pero el botón del humo se encontraba en la palanca,
así que él respondía de la única manera en que podía, accionándolo para decirle
a Walt que creía que podía mantener el avión bajo suficiente control para
evitar caer en las casas de Fairborn.
De
pronto, una terrible explosión sacudió la tierra, seguida de un silencio
fantasmal. Walt Williams continuaba llamando por radio: “¿Johnny? ¿Dónde estás?
¡Capitán, contéstame!” no hubo respuesta. El
Mayor Win Coomer, quien había volado con Ferrier por años en la Fuerza Aérea
Nacional y en las aerolíneas United; y habían servido juntos en la guerra de
Corea, fue el primero de la unidad en aterrizar. Él corrió hacia la escena del
accidente, esperando encontrar vivo a su amigo.
En
cambio, encontró a un vecindario profundamente conmovido por lo que había
sucedido. El avión de propulsión a chorro Sabre del Capitán John T. Ferrier
había caído a mitad de camino entre cuatro casas, en un jardín trasero. Era el
único lugar donde hubiera podido caer sin matar a nadie. La explosión había
hecho caer al suelo a una mujer y a varios niños, pero nadie había sido herido,
con la excepción de John Ferrier quien había muerto instantáneamente.
Un
desfile continuo de personas comenzó a acercarse a Coomer, quien estaba de pie
en su traje de volar al lado del hoyo humeante en la tierra, donde su mejor
amigo acababa de morir. “Muchos
de nosotros estábamos mirando el espectáculo”, le dijo un anciano con lágrimas
en los ojos a Coomer. “Cuando el piloto comenzó a dar vueltas, él se dirigía en
picada hacia nosotros. Por un segundo, nos miramos los unos a los otros.
Entonces, él elevó el avión y lo puso allí”.
Con
profunda humildad, el hombre susurró: “Ese hombre murió por nosotros”. Unos
pocos días después de ese trágico accidente, la esposa de John Ferrier, Tulle,
encontró una tarjeta gastada en la billetera de él. En ella estaban las
palabras “soy tercero.” Esa simple frase ilustró la vida (y la muerte) de este
hombre valiente. Para él, Dios era primero, después los demás y tercero él.
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