Oremos sin cesar... |
Por Cheri Fuller
El misionero se levantó y se preparó
para dejar el campamento donde había pasado la noche. Iba camino a la ciudad a
comprar suministros médicos. Apagó su pequeña fogata, se puso la mochila al
hombro y se subió a su motocicleta para continuar el viaje a través de la selva
africana. Cada dos semanas hacía ese viaje de dos días para sacar dinero del
banco y comprar las medicinas y los suministros necesarios para el pequeño
hospital donde él servía. Cuando completaba esos recados, se volvía a subir en
la motocicleta para iniciar el viaje de regreso.
Cuando el misionero llegó a la
ciudad, recogió su dinero en el banco y los suministros médicos e iba a
comenzar el viaje hacia su casa, cuando vio a dos hombres peleando en la calle.
Dado que uno de los hombres estaba herido de gravedad, el misionero se detuvo,
le curó las heridas y compartió el amor de Jesucristo con él. Entonces el
misionero comenzó su viaje de regreso, deteniéndose de noche otra vez en la
jungla para acampar.
Dos semanas más tarde, como era su
costumbre, el misionero hizo su viaje a la ciudad. Mientras hacía sus recados,
un hombre joven se le acercó. Era el mismo hombre al que había ministrado en su
viaje anterior. “Yo sabía que usted llevaba dinero y medicinas”, le dijo el
hombre, “así que con mis amigos le seguimos en la jungla después que me ayudó
en la calle. Nuestro plan era matarlo y llevarnos todo el dinero y las
medicinas. Pero justo cuando nos acercamos y lo íbamos a atacar, vimos a
veintiséis guardias armados que lo rodeaban y lo protegían”:
El misionero respondió: “Usted debe
estar equivocado, yo estaba solo cuando pasé la noche en la jungla. No había ni
guardias ni nadie más conmigo”.
“Pero, Señor, yo no fui el único que
vio a los guardias, mis cinco compañeros también los vieron. ¡Los contamos!
Había veintiséis guardas que lo protegían, demasiados para nosotros. La
presencia de ellos nos impidió que lo matáramos”.
Meses más tarde, el misionero relató
esta experiencia a la congregación de su iglesia en Michigan, E.U.A. Mientras
él hablaba, uno de los hombres presentes se puso de pie y lo interrumpió para
preguntarle la fecha exacta en que había ocurrido el incidente en la selva.
Cuando el misionero identificó el mes y día de la semana, el hombre le contó
“el resto de la historia”.
“La noche de ese incidente en
África, era de mañana aquí en Michigan, y yo me encontraba en el campo de golf.
Estaba a punto de realizar mi tiro al hoyo cuando sentí un fuerte impulso de
orar por usted. La urgencia fue tan fuerte que me fui del campo de golf y llamé
a algunos hombres de nuestra iglesia para que se unieran a mí aquí mismo, en
este santuario, para orar por usted. ¿Podrían todos los hombres que oraron
conmigo aquel día ponerse en pie?”
El misionero no estaba preocupado de
quiénes eran los hombres; estaba muy ocupado contándolos, uno por uno.
Finalmente llegó al último. Había veintiséis hombres, el número exacto de
“guardias armados” que había visto el atacante frustrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario