por Park York
Este viernes me levanto temprano,
como todos los días a preparar el café y un batido con proteínas. Escucho las
noticias en el televisor con el volumen bajo en el rincón. Mi esposa Flossie,
todavía duerme.
Un poco después de las ocho, ella
comienza a despertar. Le traigo el batido a la cama, le pongo el sorbete en la
boca, y le toco levemente la mejilla mientras ella comienza a beber. Poco a
poco, el líquido disminuye.
Me siento allí, sosteniendo un vaso,
pensando en los últimos ocho años. Al principio, ella sólo me había alguna
pregunta incoherente o que venía al caso; por otra parte era normal. Durante
dos años traté de averiguar qué era lo que la aquejaba. Ella se volvió más
agitada, inquieta, defensiva; estaba constantemente cansada y no podía llevar una
conversación.
Finalmente, un neurólogo diagnosticó
la enfermedad de Alzheimer (una especie de demencia). Dijo que no estaba
seguro, un diagnóstico correcto se podría hacer solamente examinando el tejido
cerebral después de la muerte. No existe una causa conocida para esta
enfermedad y tampoco se sabe cómo curarla.
Matriculé a Flossie en un asilo de
ancianos, pero ella deambulaba y salía de la propiedad. La medicamos para
mantenerla calmada. Tal vez por haber recibido demasiado de cierta medicina,
sufrió un ataque epiléptico que la dejó mucho peor: letárgica, incontinente y
sin poder hablar claramente o cuidarse a sí misma. En forma gradual, mi
angustia se convirtió en resignación. Desistí de todos mis planes de viaje
cuando me jubilara, recreación, visitas para ver a los nietos, la época de oro
con que sueñan las personas mayores.
Los años han pasado, y mis días se
han convertido en una rutina, demandante, solitaria, y en la que parece no
haber logros que medir. Flossie ha perdido fuerzas y peso, bajó de 57 kilos a
39. Me tomo tiempo para trabajar con un grupo de apoyo y para asistir a la
iglesia, pero las necesidades diarias me mantienen dando de comer, bañando,
cambiando pañales, cambiando las sábanas, limpiando la casa, preparando
comidas, vistiéndola y desvistiéndola, y haciendo las cosas que una enfermera y
ama de casa hacen, desde la mañana hasta la noche.
Ocasionalmente, una palabra brota de
los confusos procesos del cerebro enfermo de Flossie. A veces es algo que tiene
sentido, o el nombre de un familiar, o el nombre de un objeto. Una sola
palabra.
Este viernes de mañana, después que
ella termina el batido, le doy jugo de manzana, y después le doy un masaje en
los brazos, y acaricio su frente y sus mejillas. La mayor parte del tiempo
tiene los ojos cerrados, pero hoy me mira, y de pronto su boca forma dos
palabras seguidas.
“¿Me quieres?”
Su pronunciación es perfecta y habló
suavemente. Quiero saltar de alegría.
“Por supuesto que te quiero,
Flossie”, le digo, abrazándola y besándola.
Y así, después de meses de silencio
total, ella ha formulado la pregunta más sincera que puede hacer un ser humano.
En un sentido, habla por la gente en todas partes: los que están esclavizados
por el pecado, la adicción; los que sufren hambre, sed, enfermedades mentales,
dolor físico, las personas asustadas, débiles, que le tienen temor a la
respuesta, pero que están lo suficientemente desesperadas como para formular la
pregunta.
Y, Flossie, yo puedo contestarte aún
de forma más específica. Puede ser difícil para ti entender lo que está
sucediendo. Es por eso que estoy aquí, para ministrarte el amor de Dios, para
darte entereza, consuelo y alivio. Las mías son las manos que Dios usa para
hacer Su trabajo, de la misma manera que usa las manos de otras personas en
otros lugares. A pesar de nuestras debilidades, tratamos de hacer que las
personas se sientan libres, bien y felices, bendiciéndolas con esperanza para
el futuro mientras les traemos batidos de proteínas cada mañana.